Opinión

La caña de pescar

El smartwatch forma parte de nuestras vidas
photo_camera El smartwatch forma parte de nuestras vidas

El recuerdo más nítido de ese día – el de mi Comunión- fue el de recibir una cantidad indeterminada de regalos.. y a Dios. Por ese orden de prioridad. A esa edad la jerarquía está muy clara. 

De entre todos ellos, uno fue el regalo estrella, por su novedad en mi vida. Era un flamante reloj Festina, con esfera azul marino, correa plateada y que mi madre guardaba para cuando fuéramos mayores. Como si alguna vez fuéramos a serlo.

Ignorábamos que para cuando eso ocurriera, poco nos importaría ya el flamante festina, e incluso controlar unas horas que pasaban ya desbocadas, sin control por nuestra parte. 

Nos aferramos a ese reloj al que Lucho Gatica pedía que no marcará ni una hora más, para no perder la razón. 

Decía siempre atinado Cortázar, que cuando nos regalan un reloj, nosotros somos el regalo, y no el reloj, pues a partir de ese momento, el tiempo pasa a ejercer un control cruel e inexorable sobre nosotros, sobre nuestras vidas. 

La lucha del hombre contra el tiempo viene de muy atrás. Julio Verne contaba como, a finales del siglo XIX,  Phileas Fogg apostó 20.000 libras de entonces, la mitad de su fortuna, a que era capaz de dar la vuelta al mundo en 80 días. Y lo consiguió. Desde entonces el paso del tiempo ha sido nuestra gran obsesión.

El escritor y pastor anglicano Charles Lutwidge Dodgson, (Lewis Carroll), nos recordaba en su cuento Alicia en el País de las Maravillas que el reloj que lleva el conejo blanco es un recordatorio continuo del paso del tiempo y de la necesidad de no perderlo. Siempre llegaba tarde. Otra alegoría más de la urgente presencia del tiempo en nuestras vidas. 

De unos años atrás a esta parte hemos mutado el reloj de esfera tradicional, ese cuya única exigencia era marcarnos las horas, sin error, por uno que se ha abierto paso en nuestra sociedad, siempre tan permeable a los cambios y avances tecnológicos. 

Se ata a la muñeca, como también lo hace a nuestras vidas, con una impunidad y un descaro del que nosotros somos conspicuos cómplices. Es el smartwatch (reloj inteligente). 

No seré yo quien abra el melón de hasta dónde llega la inteligencia de las máquinas y si estas nos van a acabar inventando a nosotros en una maniobra diabólica.

Son legión los que han sucumbido a los nuevos relojes de colorines, esos cuya función original, la de marcar las horas, ha pasado a ser residual. Se encuentran estos aparatos más ocupados en tareas de mayor calado, tales como medir la calidad de nuestro sueño, avisarnos de cuando está hecho el sofrito, de si se acerca la suegra por babor, o de regañarnos por una descuidada elevación de nuestro (mal) colesterol.

Forman parte de nuestras vidas. Son nuestro Pepito Grillo, nuestro fiscal personal, social y sanitario. 

En un ingenuo planteamiento - muy nuestro -, creemos que somos nosotros quienes los programamos para que nos mida las calorías, los pasos andados; para que nos avise con total falta de indiscreción de un WhatsApp recibido y hasta nos felicite por conseguir metas que nosotros mismos nos habíamos fijado. 

Mi hermano y mi cuñada, carne de cañón de esta revolución tecnológica que nos invade, me confesaban hace unos días, al hacer deporte sin haber cargado el instrumento controlador debidamente, que al no llevar su condena atada a la muñeca durante el ejercicio, sentían como si ese esfuerzo esas calorías, no hubieran existido nunca. Lo que no almacena el smartwatch, no existe. 

Las calorías y el esfuerzo empleado sin el reloj de colorines atado a la muñeca son una entelequia. 

Una de las cosas que me fascinan de los veranos lejos de casa, de esos en los que cambias de paisaje, de rutinas, de caras, es que las horas pasan sin que podamos atraparlas ni contarlas. Despojados del fiscal horario que marca nuestros tiempos nos acostumbramos a leer las horas del día en las señales, en los usos y costumbres ajenos.: ese vecino de sombrilla que recoge los aperos de la playa con su familia con puntualidad suiza nos avisa de que ya es la hora de comer.

Cambiamos al smartwatch, siempre vigilante, al acecho, por ese veraz y fiel compañero, el reloj biológico, el que nos marca el paso del sueño, de las horas en las que hay que alimentarse, de la siesta improvisada. Ese fiel amigo que nunca nos traicionaría. 

En verano yo no llevo mi smartwatch para que sepa quién es el que manda. 

Ya tengo decidido que para mi siguiente primera comunión, quiero que me regalen una caña de pescar. 

Algo intemporal.

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